lunes, 5 de enero de 2015

Carmen (de la ópera de Georges Bizet)



Una de las más famosas figuras modernas de la femineidad fascinante y devastadora, debe su popularidad a la ópera de Georges Bizet (1838-1873) así titulada más que a la bellísima novela de Prosper Mérimée (1803-1870).

Ésta es la causa de que existan dos Carmen. Una de ellas es la gitana de la narración, de la que Théophile Gautier cantaba en Esmaltes y camafeos: «Carmen est malgre, un trait de bistre /  Cerne ses yeux de gitane: / Ses cheveux son d’un noir sinistre, / Sa peau un diable la tannes».

Es ésta  una personificación del amor funesto, que reivindica sus derechos a la inconstancia con el mismo heroísmo con que tantas otras mujeres de excepción defendieron la constancia de su amor, y es, como ellas, capaz de afrontar incluso la muerte.

Su alma tornadiza es intrépida y decidida, su capacidad de pasión se funde con una más profunda ansia de libertad, y los desgraciados presagios que siente en su naturaleza la recluyen en una soledad trágica y salvaje.

Más simple y universal es la Carmen de la ópera, la cigarrera procaz a la que el amor se presenta naturalmente como una multiplicidad.

Tras los tipos románticos de la mujer celestial y la de infernal maldad, junto a los tipos eslavos de mujer inquieta y ansiosa de lo nuevo, siempre a la deriva de un eterno vagabundear, y a los nórdicos de mujer descontenta y antagonista del hombre, esta Carmen introduce la mujer fatal de tipo español, con una violencia hija del sol y de la sangre.

Su inconstancia es sincera e instintiva, cual voz de los sentidos que parece revelar una originaria poliandria.

La exasperación del hombre, que la juzga necesariamente desde el punto de vista masculino, aviva en ella las ideas de traición y perfidia.

Pero tanto en la primera como en la segunda de las figuras estudiadas, su terrible inocencia no suscita precisamente la sonrisa, y, aun cuando su alma tenga una singular y natural energía, a través de ella se manifiesta cuanto hay en la naturaleza de brutal y desconfiado mediante su secreta y maligna oposición al idealismo que el hombre siempre alienta en su interior y procura mantener aun en la ciega pasión de los sentidos.

Nada nuevo ha podido añadir a Carmen el cine. En el primer film que a ella se refirió (1914), Jesse Lasky inspirose particularmente en la ópera, presentando una Carmen de honda sensualidad. La de Feyder (1926) es más refinada y artística, pero aparece deslumbrada por una mera búsqueda de actitudes y escenas y entibiada por una especie de hermético esteticismo.

V. Lugli


(Texto copiado del Diccionario Literario [Tomo XI], de González Porto-Bompiani).


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