Nombre literario de la dama de los pensamientos de Don
Quijote en la inmortal novela de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616).
Actualmente es el símbolo o mito literario de la mujer ideal
tal como el poeta o el enamorado, aunque sea partiendo de un ser real, tal vez
el más prosaico y cotidiano, la configura en sus sueños.
La inefable validez poética del concepto de Dulcinea
reside en el hecho de que el propio Cervantes deje su figura en auténtica realidad.
Cuando Don Quijote se decide a salir de su aldea y
emprender las aventuras propias de un caballero errante, al reflexionar sobre
la necesidad de una dama ideal, «porque el caballero... sin amores era árbol
sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma», quiere, como Amadis de Gaula
respecto a Oriana, elegir a una señora a cuyos pies pueda poner los triunfos y
trofeos de sus victorias, y a tal efecto piensa «que en un lugar cerca del suyo
había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo
enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo».
Se llamaba Aldonza Lorenzo, pero el caballero trocó su nombre
por el poético de Dulcinea, apellidándola «del Toboso» por ser éste su lugar.
Pero a través de la obra veremos como la Dulcinea de sus sueños
era sobre todo un «ser ideal». Aunque se citen los nombres de sus padres,
Lorenzo Corchuelo y Albonza Nogales, grotescos de aldea, a la «sayagüesa», Don
Quijote, al terminar sus alambicadas alabanzas, dice a Sancho Panza: «Me
imagino que todo cuanto digo sea así, sin poner ni quitar nada, y la pinté en
mi imaginación como la deseo, lo mismo por su belleza que por su nacimiento»; y
en la Segunda Parte de la novela dice significativamente a la duquesa: «Dios
sabe si Dulcinea existe o no en el mundo y si es fantástica o no; pero éstas no
son cosas que deban apurarse hasta el fondo...».
Su amor, afirma, ha sido puramente platónico «sin ir más
allá de una sencilla mirada». A su vez Sancho, que dice conocerla, la
transforma según los rasgos domésticos y triviales de su propio carácter: recia
y de gruesa voz, con la cabeza en su sitio y bien hecha, nada melindrosa y
dispuesta a reír de todo y de tomarlo todo a chanza.
Cuando Sancho finge a su señor haber llevado una carta a
Dulcinea, el novelista intuye el doble plano de las dos realidades de ese
personaje, según sea imaginado por el caballero o por el escudero, ya que en realidad
ninguno de los dos había visto la escena que comenta; pues tampoco Sancho había
ido aquella vez al Toboso.
Don Quijote imagina a su dama ensartando perlas o
bordando en oro; Sancho inventa haberla vista «ahechando dos fanegas de trigo
en un corral de su casa».
Para Don Quijote los granos de trigo, al ser tocados por
su mano, se convertían en perlas, y cuando Sancho afirma que exhalaba un olor
algo hombruno, Don Quijote le responde profundamente: «Te debiste oler a ti
mismo».
La visita al Toboso, de noche, en busca de la casa de
Dulcinea, tiene el mismo hechizo de la doble verdad, y cuando, a la mañana siguiente,
Sancho, como auténtico pícaro, finge ante dos vulgares campesinas el
encantamiento de Dulcinea, el episodio se enriquece con un nuevo aspecto de
humorismo y dolor.
Dulcinea es, pues, a través de todo el libro —y sólo se
disuelve en la niebla del desengaño ante el umbral de la muerte— el símbolo de
la gloria a que debe sacrificarse un caballero errante, y una creencia firme
como la fe.
Lo importante es —viene a decir Don Quijote a los
mercaderes toledanos— que sin verla debéis creer, confesar, asegurar, jurar y
confirmar; pero al mismo tiempo es también la mujer de carne y hueso de la que
el viejo Don Quijote se enamoró.
Unamuno vio profundamente que todo el heroísmo de Don Quijote
nace de ese amor a una mujer. Don Quijote se dijo siempre enamorado de la
especie «de los castos y continentes», y se perpetuó en su amada en «empresas
del espíritu». «Se lanzó al mundo —añade Unamuno— a la conquista de glorias y
lauros para ir después a depositarlos a los pies de su amada».
A través de la obsesión del desencanto de Dulcinea nacen
las dos figuras: la ideal o perfecta y la dolorosamente encantada, como símbolo
del choque entre la perfección soñada y la dura realidad.
Es sumamente significativo que en un sueño caballeresco,
narrado junto a la Gruta de Montesinos, Don Quijote mezcle a fantasías medievales
el tema de la villana Dulcinea encantada.
Ricardo Rojas observa que, el mismo modo que en varios
cuadros de Velázquez junto al tema central aparece otro reflejado en un espejo,
también en la novela «dentro de la realidad... vemos otras imágenes ilusorias
reflejadas en el espejo de la fantasía del héroe, tales como la efigie de
Dulcinea.»
En Dulcinea, más «esencial» que Meligea, Julieta o
Margarita, precisamente por la misma imprecisión de sus contornos literarios,
Cervantes intuyó la más bella entelequia de mujer ideal.
Las interpretaciones esotéricas del Quijote en el siglo
XIX lograron hallar en ella las más insólita significaciones. El simbolismo
filosófico creyó ver en Dulcinea «el alma objetiva de Don Quijote», y en otras interpretaciones
sectarias se quiso hacer de ella la sátira del culto a la Virgen o aun de todas
las verdades de la fe católica, según una postura hoy completamente abandonada.
Nuestro siglo tiende a rebajar el nivel real de Dulcinea,
llegando incluso a confundirlo con el tipo de Maritornes, aparte de su fealdad,
como en la película por lo demás notable, en que Don Quijote fue representado
por el famoso bajo Chaliapine; concepción ésta arbitraria y vulgar, ni más ni
menos que la «vivificación del Quijote» en el contemporáneo drama efectista.
Dulcinea de Gastón Baty, del que se ha tomado un film español
interpretado por Ana Mariscal. La misma imprecisión que constituye el secreto
de la Dulcinea de Cervantes condenó fatalmente al fracaso las imitaciones que
pretenden definir con líneas, palabras o imágenes un mito inefable que sólo se
puede vislumbrar en las palabras a veces paradójicas del propio Don Quijote.
A. Valbuena Prat
(Texto
copiado del Diccionario Literario [Tomo XI], de González Porto-Bompiani).
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