lunes, 29 de diciembre de 2014

Bridget Jones



Esta mujer, soltera, inglesa, de algo más de 30 años, es un personaje creado por la escritora Helen Fielding.

Sus preocupaciones fundamentales son cinco: adelgazar, dejar de fumar, controlar la ingesta de alcohol, ser popular y conseguir una pareja estable. Más exactamente quiere dejar de ser soltera y ahuyentar el temor de convertirse en solterona.

El personaje nos fue presentado en el libro titulado El diario de Bridget Jones pero hay consenso en que la película está mejor lograda.

Si bien mi interés está puesto en las mujeres hispanas, ocurre que por estos lares somos tomadores de ideas. Los latinos somos generadores de alimentos y los pueblos nórdicos son generadores de modas, tendencias culturales, gustos.

En este estado de cosas me animo a sugerir que Bridget Jones es un personaje que influye en la manera de sentir, de pensar y de reaccionar de las hispanas.

Al menos esta influencia es notoria en dos rasgos muy marcados: la preocupación por el volumen corporal y los intentos persistentes para formar una familia. La mayoría de las latinas no sufren adicciones problemáticas (tabaquismo y alcoholismo).

En cuando a la búsqueda de popularidad, los humanos somos gregarios y querríamos ser apreciados por los más allegados: familia, vecinos, compañeros de estudio y de trabajo. Sin embargo, en las hispanas no es tan intenso el deseo de sobresalir. El rasgo diferenciador estaría dado en que las latinas, al ser comparadas con las nórdicas, son menos competitivas y menos deseosas del ascenso socioeconómico.

En suma: de Bridget Jones se asimilan más que nada la necesidad de conservar una buena figura (volumen, peso, contorno, lozanía, agilidad, juventud) y la intención de formar una familia.

Tanto el personaje de ficción como sus alumnas latinas encuentran en estas dos búsquedas existenciales abundantes motivos de angustia, preocupación, incertidumbre, frustración, irritabilidad, ansiedad.


domingo, 28 de diciembre de 2014

Alicia (en el país de las maravillas)


Protagonista de la novela Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll (1831-1898), desde hace casi un siglo Alicia recorre el mundo seguida por el cortejo de los extraños animales que ha encontrado durante sus raras aventuras en el reino de los sueños y convertida en personaje central de un mundo fantástico y proyectada, por así decirlo, a una atmósfera no menos fantástica.

En realidad, Alicia no es más que una niña inglesa, educada con todo cuidado y a la que se ha inculcado el máximo respeto a las buenas maneras y enseñado a observar serenamente las rarezas ajenas mientras no atenten contra sus propios intereses.

Como todos los nórdicos, Alicia está enamorada de los animales y por ello es natural que su sueño se pueble únicamente de bestias humanizadas, que han sido los arquetipos de los personajes de las películas de dibujos animados de Walt Disney.

Con los hombres y los niños, Alicia apenas tiene relación, no por falta de sensibilidad sino porque se siente llevada a salir del mundo actual para perderse en una soñada realidad fabulosa, aun sabiendo muy bien que, «para volver a la realidad, no había que hacer más que abrir los ojos».

Pero ¿para qué abrirlos, si basta forzar un poco el ángulo visual, volviendo del revés la realidad, como hace Alicia con los ojos cerrados, para que todo sea divertidísimo?

En realidad, en el mundo de Alicia no hay verdadera «fábula», sino una inversión sistemática y paradójica de la realidad, una larga y sostenida aplicación en el campo narrativo de la técnica del «absurdo».

Alicia, sin embargo, no se resiente de esa absurdidad fundamental. Su cabecita de niña inteligente sigue con interés el juego sin dejarse llevar por él; ni siquiera la atemorizan las continuas transformaciones a que su cuerpo está sometido; sólo despiertan su curiosidad, y hasta cierto punto la divierten, porque está íntimamente sostenida por una cándida, simpática y pueril confianza que es la base de su naturaleza.


(Texto copiado del Diccionario Literario [Tomo XI], de González Porto-Bompiani – 029.jpg).


sábado, 27 de diciembre de 2014

Dulcinea del Toboso



Nombre literario de la dama de los pensamientos de Don Quijote en la inmortal novela de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616).

Actualmente es el símbolo o mito literario de la mujer ideal tal como el poeta o el enamorado, aunque sea partiendo de un ser real, tal vez el más prosaico y cotidiano, la configura en sus sueños.

La inefable validez poética del concepto de Dulcinea reside en el hecho de que el propio Cervantes deje su figura en auténtica realidad.

Cuando Don Quijote se decide a salir de su aldea y emprender las aventuras propias de un caballero errante, al reflexionar sobre la necesidad de una dama ideal, «porque el caballero... sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma», quiere, como Amadis de Gaula respecto a Oriana, elegir a una señora a cuyos pies pueda poner los triunfos y trofeos de sus victorias, y a tal efecto piensa «que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo».

Se llamaba Aldonza Lorenzo, pero el caballero trocó su nombre por el poético de Dulcinea, apellidándola «del Toboso» por ser éste su lugar.

Pero a través de la obra veremos como la Dulcinea de sus sueños era sobre todo un «ser ideal». Aunque se citen los nombres de sus padres, Lorenzo Corchuelo y Albonza Nogales, grotescos de aldea, a la «sayagüesa», Don Quijote, al terminar sus alambicadas alabanzas, dice a Sancho Panza: «Me imagino que todo cuanto digo sea así, sin poner ni quitar nada, y la pinté en mi imaginación como la deseo, lo mismo por su belleza que por su nacimiento»; y en la Segunda Parte de la novela dice significativamente a la duquesa: «Dios sabe si Dulcinea existe o no en el mundo y si es fantástica o no; pero éstas no son cosas que deban apurarse hasta el fondo...».

Su amor, afirma, ha sido puramente platónico «sin ir más allá de una sencilla mirada». A su vez Sancho, que dice conocerla, la transforma según los rasgos domésticos y triviales de su propio carácter: recia y de gruesa voz, con la cabeza en su sitio y bien hecha, nada melindrosa y dispuesta a reír de todo y de tomarlo todo a chanza.

Cuando Sancho finge a su señor haber llevado una carta a Dulcinea, el novelista intuye el doble plano de las dos realidades de ese personaje, según sea imaginado por el caballero o por el escudero, ya que en realidad ninguno de los dos había visto la escena que comenta; pues tampoco Sancho había ido aquella vez al Toboso.

Don Quijote imagina a su dama ensartando perlas o bordando en oro; Sancho inventa haberla vista «ahechando dos fanegas de trigo en un corral de su casa».

Para Don Quijote los granos de trigo, al ser tocados por su mano, se convertían en perlas, y cuando Sancho afirma que exhalaba un olor algo hombruno, Don Quijote le responde profundamente: «Te debiste oler a ti mismo».

La visita al Toboso, de noche, en busca de la casa de Dulcinea, tiene el mismo hechizo de la doble verdad, y cuando, a la mañana siguiente, Sancho, como auténtico pícaro, finge ante dos vulgares campesinas el encantamiento de Dulcinea, el episodio se enriquece con un nuevo aspecto de humorismo y dolor.

Dulcinea es, pues, a través de todo el libro —y sólo se disuelve en la niebla del desengaño ante el umbral de la muerte— el símbolo de la gloria a que debe sacrificarse un caballero errante, y una creencia firme como la fe.

Lo importante es —viene a decir Don Quijote a los mercaderes toledanos— que sin verla debéis creer, confesar, asegurar, jurar y confirmar; pero al mismo tiempo es también la mujer de carne y hueso de la que el viejo Don Quijote se enamoró.

Unamuno vio profundamente que todo el heroísmo de Don Quijote nace de ese amor a una mujer. Don Quijote se dijo siempre enamorado de la especie «de los castos y continentes», y se perpetuó en su amada en «empresas del espíritu». «Se lanzó al mundo —añade Unamuno— a la conquista de glorias y lauros para ir después a depositarlos a los pies de su amada».

A través de la obsesión del desencanto de Dulcinea nacen las dos figuras: la ideal o perfecta y la dolorosamente encantada, como símbolo del choque entre la perfección soñada y la dura realidad.

Es sumamente significativo que en un sueño caballeresco, narrado junto a la Gruta de Montesinos, Don Quijote mezcle a fantasías medievales el tema de la villana Dulcinea encantada.

Ricardo Rojas observa que, el mismo modo que en varios cuadros de Velázquez junto al tema central aparece otro reflejado en un espejo, también en la novela «dentro de la realidad... vemos otras imágenes ilusorias reflejadas en el espejo de la fantasía del héroe, tales como la efigie de Dulcinea.»

En Dulcinea, más «esencial» que Meligea, Julieta o Margarita, precisamente por la misma imprecisión de sus contornos literarios, Cervantes intuyó la más bella entelequia de mujer ideal.

Las interpretaciones esotéricas del Quijote en el siglo XIX lograron hallar en ella las más insólita significaciones. El simbolismo filosófico creyó ver en Dulcinea «el alma objetiva de Don Quijote», y en otras interpretaciones sectarias se quiso hacer de ella la sátira del culto a la Virgen o aun de todas las verdades de la fe católica, según una postura hoy completamente abandonada.

Nuestro siglo tiende a rebajar el nivel real de Dulcinea, llegando incluso a confundirlo con el tipo de Maritornes, aparte de su fealdad, como en la película por lo demás notable, en que Don Quijote fue representado por el famoso bajo Chaliapine; concepción ésta arbitraria y vulgar, ni más ni menos que la «vivificación del Quijote» en el contemporáneo drama efectista.

Dulcinea de Gastón Baty, del que se ha tomado un film español interpretado por Ana Mariscal. La misma imprecisión que constituye el secreto de la Dulcinea de Cervantes condenó fatalmente al fracaso las imitaciones que pretenden definir con líneas, palabras o imágenes un mito inefable que sólo se puede vislumbrar en las palabras a veces paradójicas del propio Don Quijote.

A. Valbuena Prat



(Texto copiado del Diccionario Literario [Tomo XI], de González Porto-Bompiani).
 

jueves, 25 de diciembre de 2014

Emma Bovary



Una de las mayores creaciones de la literatura moderna, convertida pronto en personaje típico.

Sus aventuras en la novela Madame Bovary, de Gustave Flaubert (1821-1880) —historia de una pobre adúltera provinciana, que a consecuencia del desorden de su conducta se ve arrastrada al suicidio—, se amplifica y se prolonga hasta convertirse en la historia del alma humana afanosa en pos de un ideal soñado, al que la realidad no puede equipararse jamás.

Como Don Quijote, Emma Bovary, exaltada por las lecturas novelescas, quiere vivir su sueño pero no logra vencer la cotidiana verdad que la rodea y todos sus intentos de realizar su ideal se reducen al mero adulterio, con sus consecuencias trágicamente vulgares.

Su fracaso, no obstante, está observado y narrado por un alma fraterna, que aun condenando el mal, siente su belleza. «Madame Bovary soy yo», declaraba en efecto Flaubert. Partiendo de esta figura, Jules Gaultier pudo crear la teoría del «bovarysmo», o sea la tendencia y la actitud a concebirse y a concebir las cosas de un modo distinto de como son en realidad.

Instinto profundo y ley esencial del progreso, pero que en criaturas carentes de personalidad enérgica y de cultura puede conducir a la mísera tragedia de Emma.

Con todos los sentidos que llevaba consigo y con todos cuantos se le han añadido después, la figura de madame Bovary sigue siendo viva y rebosante de verdad y de dolor.

Es la mujer de su tiempo, todavía romántico: una pequeña heroína de George Sand, más el encanto del estilo y la oscura y desolada catástrofe. Pero es también un personaje de todos los tiempos. «Mi pobre Mme. Bovary sufre y llora en este mismo momento en veinte ciudades de Francia», decía el autor, hablando de su magnífica creación; y nosotros pensamos que ya existe antes que él y que perpetuamente volverá a vivir y a sufrir su ilusión y su desengaño.

Flaubert no hizo más que revelarla, haciendo de ella una figuración profunda e inevitable de la femineidad más común. Y así nos parece volverla a encontrar, luego, en tantas otras mujeres del teatro y de la novela, en virtud de aquella eterna verdad que por primera vez se demostró y se manifestó claramente en ella.

(Texto copiado del Diccionario Literario [Tomo XI], de González Porto-Bompiani).