sábado, 10 de enero de 2015

Doña Bárbara



Personaje central de la novela de este título, del escritor venezolano Rómulo Gallegos (1884–1969).

Aparece ante el lector como símbolo —incluso hasta en el nombre— de un mundo violento, atrasado, lleno de maldad y superstición, resto de antiguas instituciones feudales; frente a ella se levanta la figura de Santos Luzardo, la civilización, la «luz»; en el conflicto entre estos dos personajes, y entre los mundos distintos que simbolizan, reside el núcleo central de la obra.

Pero doña Bárbara no es sólo la imagen representativa del dueño de los llanos. Su patética figura resulta mucho más compleja; recoge el espíritu de la sabana y al mismo tiempo es la mujer primitiva, movida por un solo deseo: el ansia de dominio, dominio de los campos y de los hombres, que en ella viene a ser lo mismo.

Llamada por los llaneros «la devoradora de hombres», era una mestiza «fruto engendrado por la violencia del blanco aventurero en la sombría sensualidad de la india, su origen se perdía en el dramático misterio de las tierras vírgenes»; y de ahí, de la mezcla de sangres y de la tierra donde se pierde su origen, nacen los rasgos que la caracterizan: violencia, complejidad, contradicción, fatalismo, predominio del instinto.

El deseo de poder, de fuerza, que mueve todas sus acciones proviene del ansia de venganza y del resentimiento total contra el varón, que arranca del trágico recuerdo de su desfloración en la piragua donde ella hacía de cocinera.

Allí vivió el único sentimiento puro que albergó su corazón: el amor de Asdrúbal, asesinado el mismo día en que eran violados sus quince años. A partir de entonces «ya sólo rencores podía abrigar en su pecho y nada le complacía tanto como el espectáculo del varón debatiéndose ante las garras de las fuerzas destructoras».

Una de sus primeras víctimas será el rico latifundista Lorenzo Barquero, del que tiene una hija que no quiere ni ver porque «un hijo de sus entrañas, era para ella una victoria del macho, una nueva violencia sufrida».

Su sensualidad pronto desaparece ante la fuerza arrolladora de una nueva pasión: la codicia.

En el momento que ha alcanzado la cumbre de su poder ocurre el encuentro con Santos Luzardo que renueva en su interior, a través de una detallada evolución psicológica, la ternura de su primer amor; y será ese recuerdo, al ver en su propia hija escuchando las palabras de Luzardo a ella ante Asdrúbal, lo que la moverá a abandonar aquella tierra tal como llegó, misteriosa, envuelta en la leyenda, atraída por las palabras oídas al río: «las cosas vuelven al lugar de donde salieron».

S. Basen


(Texto copiado del Diccionario Literario [Tomo XI], de González Porto-Bompiani).

miércoles, 7 de enero de 2015

La Maga (en Rayuela, de Julio Cortázar)



La Maga o Lucía, son las denominaciones que recibe el personaje femenino de Rayuela, la novela que el escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984) escribió en 1963.

No sé qué opinan los demás pero desde mi punto de vista este personaje es preferentemente amado por mujeres.

En un esfuerzo de irresponsable simplificación, Lucía es como una mujer suele sentirse cuando anda con la autoestima baja: fea, descuidada, torpe, opaca, tonta.

Sin embargo, el nombre del personaje es «Lucía»: verbo lucir conjugado en pretérito imperfecto. No por casualidad el verbo «lucir» tiene estos sinónimos: brillar, relucir, relumbrar, resplandecer, alumbrar, iluminar, y varios otros por el estilo.

Esta mujer, aparentemente poco valiosa, genera amor, deseo, admiración, envidia.

El apodo también encubre grandeza. La Maga refiere a poderes sobrenaturales. Su descuido parece compensado por la Divina Providencia.

No es una triunfadora en el mundo donde se valora el éxito material, pero logra lo que casi todas desearían tener asegurado: la admiración, ser amada, buscada.

La ficción logra convencernos de que alguien puede ser a la vez anti heroína y atractiva.

No sé a cuántos varones les gustaría remplazar a Horacio Oliveira (enamorado de Lucía), pero es cierto que a muchas mujeres les gustaría ocupar el lugar de ella en cuanto a disponer de esa despreocupada libertad sin ser censurada, criticada, abandonada, sino todo lo contrario.

Probablemente acá hay un fenómeno similar al de Pigmalión. Cortázar no educó a una humilde muchacha para luego enamorarse de ella, sino que inventó a una humilde muchacha para que muchas mujeres se enamoraran de ese modelo y trataran de imitarla.


martes, 6 de enero de 2015

Nora (en Casa de Muñecas de Henrik Ibsen)



Protagonista del drama Casa de muñecas, del poeta noruego Henrik Ibsen (1828-1906), Nora es deliciosamente femenina, de los pies a la cabeza, pero tiene un secreto que es su alegría y su orgullo; ha salvado la vida de su marido.

La manera como se procuró el dinero para ello tal vez pueda parecer indelicada, pero ¿puede considerarse indelicado salvar la vida del marido?

El procurador Krogstad le hace ver la culpabilidad de su acto respecto a las leyes. Ella, impasible, contesta: «Lo hice por amor». Más aún: cuando Krogstad, dando por descontado el efecto de su chantaje, predice que «quien dirigirá la banca será N. Krogstad y no Torvald Helmer», ella no vacila en desafiarle: «Eso no será jamás»; en efecto, ahora, se siente capaz de desaparecer y de morir, ella que tanto ama la vida y la felicidad, para salvar el porvenir de Torvald.

El amor que no conoce obstáculo ni límites, y que triunfa precisamente cuando acepta sin dificultad la muerte, pasión grande y sola, ideal que trasciende toda consideración y todo respeto humano, convierte en heroína a esa mujer que de otro modo sería vulgar, simple «muñeca» mimada y querida.

Y como ella no conoce límites al amor, tampoco puede admitir mezquindad en su amado; cuando la ruina la amenaza, espera segura el «milagro», es decir, una intervención extraordinaria, un acto fuera de todo cálculo, algo grande y generoso. «He estado aguardando pacientemente —declara a Helmer— durante ocho años; porque, Dios mío, ya comprendo que los milagros no suceden todos los días. Pero luego se abatió sobre mí ese golpe, y entonces tuve la firme seguridad de que el milagro llegaría. Cuando la carta de Krogstad estuvo ahí, ni por un momento pensé que pudieras someterte a las condiciones de ese individuo. Tenía la absoluta seguridad de que le dirías: «Ya puedes publicar lo que quieras». Y, después de ello, estaba segurísima de que te adelantarías y, asumiendo todas las responsabilidades, dirías: «Yo soy el culpable...». ¿Crees acaso que hubiera aceptado tal sacrificio de tu parte? Claro está que no... He aquí el milagro que yo esperaba con terror. Y para impedirlo, quería poner fin a mis días».

La tragedia de Nora se encierra aquí: en esta larga espera del «milagro», que luego resulta miserablemente frustrada; en esta gran llama de amor generoso que, en lugar de encender generosidad y amor para arder más alta, es apagada de golpe por el egoísmo, la ruindad y la tacañería.

Nora es de la familia de Brand: «O todo o nada»; y así, tras los rasgos comunes de mujercita agradable, frágil y mimada, surge la mujer de gran corazón que, en su «ímpetu hacia lo extraordinario y lo sublime» (Croce), se hermana, anunciándolas, con Rebeca West, con Ellida, con Edda Gabler o con Rita. (Son otros personajes de Ibsen)

V. Santoli


(Texto copiado del Diccionario Literario [Tomo XI], de González Porto-Bompiani).

Jane Eyre



Protagonista de la novela de su nombre, de Charlotte Brontë (1816-1855), publicada bajo el pseudónimo de Currer Bell.

Esta muchacha, que considera «una desgracia el ser tan pequeña y tan pálida, y el tener unos rasgos tan marcados e irregulares», entró en 1847 en el mundo de la «fiction» y creó, pese a su tímido aspecto, una impresión desproporcionada a sus escasos atractivos físicos.

Jane es una huérfana que conoce el egoísmo de los parientes ricos y la dureza de los institutos de beneficencia de su época.

A los 18 años sale del colegio, donde ha pasado de alumna a maestra, para emprender la única carrera que por entonces estaba abierta a las mujeres: la de la enseñanza.

Y al ocupar su primer empleo se enamora y es correspondida por su jefe (Rochester) y, tras no pocas peripecias que la autora supo imaginar para halagar el gusto de sus lectores y retrasar las bodas por algunos centenares de páginas, se casa con él cuando una herencia viene a libertarla de su pobreza y Rochester, que se ha vuelto ciego, es menos rico que antes.

La trama, por consiguiente, no tiene nada de peregrino ni de absurdo y está embebida de ingenuidades de novela «negra»; pero Jane vive en el tiempo porque es un personaje «vivo». Vivo en el espíritu y en la carne, ardiente y rebelde, profundamente religiosa pero dispuesta a denunciar la gazmoñería farisaica y la hipocresía de las convenciones que ella misma acepta al sacrificar su pasión al honor, pero sólo por virtud.

Mucho antes que Nora, Jane Eyre declara: «Yo no soy ningún pajarillo y no hay red que me pueda cazar; soy una libre criatura humana dotada de voluntad independiente». Y, refiriéndose a su principal: «Yo no creo, señor, que tengáis derecho a mandarme... vuestra eventual superioridad depende únicamente del uso que habéis hecho de vuestro tiempo y de vuestra experiencia».

Y así, cuando Jane ama, no vacila en decirlo ni en confiar al papel, con un absoluto abandono típicamente romántico, sus impresiones, sentimientos, deseos y penas; más o menos los mismos de Charlotte Brontë, que proyecta en Jane Eyre buena parte de su personalidad, forjando para ella el destino y el amor romántico que la vida le había negado.

L. Krasnik


(Texto copiado del Diccionario Literario [Tomo XI], de González Porto-Bompiani).


lunes, 5 de enero de 2015

Carmen (de la ópera de Georges Bizet)



Una de las más famosas figuras modernas de la femineidad fascinante y devastadora, debe su popularidad a la ópera de Georges Bizet (1838-1873) así titulada más que a la bellísima novela de Prosper Mérimée (1803-1870).

Ésta es la causa de que existan dos Carmen. Una de ellas es la gitana de la narración, de la que Théophile Gautier cantaba en Esmaltes y camafeos: «Carmen est malgre, un trait de bistre /  Cerne ses yeux de gitane: / Ses cheveux son d’un noir sinistre, / Sa peau un diable la tannes».

Es ésta  una personificación del amor funesto, que reivindica sus derechos a la inconstancia con el mismo heroísmo con que tantas otras mujeres de excepción defendieron la constancia de su amor, y es, como ellas, capaz de afrontar incluso la muerte.

Su alma tornadiza es intrépida y decidida, su capacidad de pasión se funde con una más profunda ansia de libertad, y los desgraciados presagios que siente en su naturaleza la recluyen en una soledad trágica y salvaje.

Más simple y universal es la Carmen de la ópera, la cigarrera procaz a la que el amor se presenta naturalmente como una multiplicidad.

Tras los tipos románticos de la mujer celestial y la de infernal maldad, junto a los tipos eslavos de mujer inquieta y ansiosa de lo nuevo, siempre a la deriva de un eterno vagabundear, y a los nórdicos de mujer descontenta y antagonista del hombre, esta Carmen introduce la mujer fatal de tipo español, con una violencia hija del sol y de la sangre.

Su inconstancia es sincera e instintiva, cual voz de los sentidos que parece revelar una originaria poliandria.

La exasperación del hombre, que la juzga necesariamente desde el punto de vista masculino, aviva en ella las ideas de traición y perfidia.

Pero tanto en la primera como en la segunda de las figuras estudiadas, su terrible inocencia no suscita precisamente la sonrisa, y, aun cuando su alma tenga una singular y natural energía, a través de ella se manifiesta cuanto hay en la naturaleza de brutal y desconfiado mediante su secreta y maligna oposición al idealismo que el hombre siempre alienta en su interior y procura mantener aun en la ciega pasión de los sentidos.

Nada nuevo ha podido añadir a Carmen el cine. En el primer film que a ella se refirió (1914), Jesse Lasky inspirose particularmente en la ópera, presentando una Carmen de honda sensualidad. La de Feyder (1926) es más refinada y artística, pero aparece deslumbrada por una mera búsqueda de actitudes y escenas y entibiada por una especie de hermético esteticismo.

V. Lugli


(Texto copiado del Diccionario Literario [Tomo XI], de González Porto-Bompiani).